21.5.07

Eco

Uno tiene épocas en las que le resulta muy difícil encontrar razones "de peso" para lo que hace. Uno se cansa y recurre a otros que en algún momento le han hecho sonreír. Es el caso, que lo disfrutes.

Jordi Bayona

"¿Cómo somos los mallorquines? Los estudios de la psicología de comportamiento del mallorquín son abundantes, sobre todo en formato de bolsillo y de salón. No hay gabinete alemán de inversiones en Mallorca que no ofrezca a sus clientes un par de folios descriptivos del carácter mallorquín. Uno de ellos les alerta sobre la capacidad negociadora del indígena, de la que dice no debe ser en absoluto despreciada.
Sin necesidad de remontarse a la época talayótica,
Juan Cortada describía hace ciento cincuenta años que una de las constantes del carácter del mallorquín del siglo XIX frente al forastero era sobrevalorar el pago de sus servicios. “Patriótica es, por cierto, la manía de los mallorquines de encarecer todas las cosas de la isla y estimular al forastero a que la visite”, dice el autor de “Viaje a la isla de Mallorca, en el estío de 1845”. En estas mismas páginas el propio Cortada habla de un fondista de Manacor que “vive honradamente de su hacienda... y de la ajena, según es fácil de comprobar a la hora de pagar la cuenta”.
En toda la bibliografía tópica encontramos la misma constante. George Sand refleja también que un monje exclaustrado de Valldemossa, que hacía las veces de boticario, le hizo pagar a precio de oro unos pétalos de violeta para hacer una tisana que calmara la tos tuberculosa de Chopin. Como esta señora no hablaba con eufemismos, en lugar de describir la inclinación natural del mallorquín a la sobrevaloración de lo suyo dejó escrito sin tapujos que los habitantes del lugar eran unos auténticos ladrones.
Luis Ripoll, en un cuidado opúsculo titulado precisamente “Nuestro carácter” exhibe esta tendencia a la especulación y reproduce una conversación que tuvo con una payesa que, al verle que observaba la torre de un molino en la carretera de Santa Maria a Esporles se le acercó para que lo comprara. “I què en voleu, madona?”. ”Idò posi 70.000 duros (que en los años cincuenta era un dineral)”. A la consideración de que parecía un precio exagerado puesto que apenas tenía unos metros de terreno y la construcción estaba medio derruida, la payesa respondió con reflejos de pantera: “Jo li dic que és barato.... Si vosté sabés els pintors que l’han pintat!”. La avispada señora era una precursora del concepto de royalties.
Cualquiera que haya querido comprar alguna finca directamente al propietario sabe lo duro que es. De hecho, en muchos casos, cuando después del consiguiente intento de regateo el comprador, exhausto, ofrece la cantidad que le ha pedido desde un principio el vendedor, éste decide que no hay trato y que si se quiere que lo haya debe ofrecer una cifra mayor. En su mentalidad se concibe de forma natural y preclara que si la cantidad le conviene a la parte compradora, a él no le conviene en absoluto.
En realidad, lo peor que le puede ocurrir a un comprador es que sea él quien se interese por adquirir una finca o cualquier tipo de bien inmobiliario. Aquí está muerto. Se puede encontrar con una sitcom muy habitual: le dicen que aquello que le interesa no está a la venta porque es herencia familiar del abuelo y que, por tanto, tiene un valor emocional incalculable. Y si el aspirante a comprador manifiesta comprender la situación y retira su interés, su interlocutor le soltará sin perder un segundo un “.... ha de ser que m’oferesquin una pardalada que no pugui dir que no...”. La racionalidad explota por los aires. En Mallorca el valor emocional de las herencias es perfectamente calculable en euros.
Este es otro de los comunes denominadores en los que los retratistas de la idiosincrasia mallorquina insisten: la absoluta falta de resistencia ante los embates del dinero. La más sólida de las convicciones se desintegra al instante si hay un interés superior en forma de talón bancario.
El
archiduque Luis Salvador dejó registro de los deseos de una joven valldemosina de diecisiete años que le confesó su decidida voluntad de hacerse monja y vivir en la virtud. Pero un minuto después le añadió: “Una de dos: o entraré en un convento o me iré a Barcelona”. El Habsburgo, sorprendido, le preguntó el porqué de Barcelona. “Pues porque allí hay muchos soldados”, respondió con igual convicción. El inquilino de Miramar comprendió perfectamente que este caso, como dice Luis Ripoll, soldado era sinónimo de macho y dinero. Sin convicciones, extraordinariamente sensibles al sonido de las monedas y con una insólita sobrevaloración de lo propio... No sé si existe una huella genética que determine un comportamiento colectivo, pero este cóctel descubierto en el pasado puede explicar muchas cosas del presente."


Lo tenía guardado por ahí desde ni se sabe. Aprovecho la nostalgia, y la desgana, para llenar este puto hueco.

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